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Las dos muertes de Ernesto Aguirre

jsortizmendieta

Leyendo la sección de obituarios del periódico dominical, me percaté de un nombre que me revolvió las entrañas: Ernesto Aguirre. Extraño: a Ernesto lo había matado hacía tres años, ahogándolo en vodka y cerveza. «Intoxicación etílica», decía el informe forense. Ernesto era mi maestro, mi mentor, mi jefe y mi ideal de ser humano; Ernesto era mi amigo. ¿Era posible que no lo hubiera matado y hubiera seguido vivo?, ¿o acaso ese obituario era un mal chiste de Ernesto, hecho específicamente para mí, para atormentarme y trastornarme? Al ver allí el nombre de Aguirre, llegó a mi memoria el recuerdo de las tardes en su casa, en las que escuchábamos juntos a Wagner, sobre todo ese Preludio de Parsifal, que suena a olvido, ruptura y desilusión; o cuando bailábamos las canciones de Ismael Rivera y Willie Colón hasta la madrugada con Malva, su esposa, y Gloria y Ariadna, sus hijas. La lucidez de estos recuerdos fueron una señal clara de que Ernesto no murió tres años atrás, y mi memoria me obligaba a sufrir nuevamente su amistad. Una noche, subidos ya por varios tragos de aguardiente en su casa, Ernesto me preguntó: «¿qué es lo que más admiras de mí?», a lo que le respondí con profunda sinceridad y sin tapujos: «sin duda alguna, tu inmensa capacidad de hacerte el sabihondo con cualquier persona, incluso si esa persona es más inteligente que tú». Genuinamente, me parecía que esa era la gran virtud de Ernesto: nunca se dejaba apabullar por la inteligencia de nadie, así incluso tuviera que inventarse historias, personajes y datos para no quedarse atrás. Luego de decirle eso, Ernesto se puso pálido; yo podía ver como estaba hirviendo la sangre dentro de su cuerpo. Me dijo «no eres más que un lameculos desagradecido. Eres mi enemigo», me ordenó salir de su casa y a nunca más volver a hablarle. Su agravio me hirió enormemente. Decidí pasar mi despecho escuchando a Chavela Vargas y José Alfredo Jimenez, y tomar aguardiente hasta el desmayo. Solo años después de esa escena, he tenido la valentía y el aplomo de reflexionar sobre la amistad que existió entre nosotros. ¿Éramos realmente amigos?, ¿por qué me llamó su enemigo? La amistad es uno de esos ideales sobre cuya definición y gestos, mucho se ha discurrido. Es una «benevolencia recíproca», dijo Aristóteles, o «un amor puramente espiritual», dijo Schlegel. Para Nietzsche, en cambio, con un tono algo sospechoso y contraintuitivo, la amistad era un juego de dos subjetividades que se unían en la diferencia para constituirse mutuamente. Para él, una de las expresiones características de la amistad es la antigua práctica cínica la parrēsía, según la cual, debe existir entre los amigos una libertad o franqueza al hablar de lo que quiera. Que uno pueda decirle al otro lo que ve o escucha, sin disfraz, velo o edulcorante alguno. Ya Plutarco bien lo había dicho en «Cómo distinguir un adulador de un amigo»: «al menos yo no necesito ni quiero un amigo que esté de acuerdo conmigo siempre y que me siga en todos mis cambios de opinión (…), sino un hombre que me ayude a decidir diciéndome de verdad lo que piensa sobre mi manera de ser y mi comportamiento». Ernesto Aguirre y yo nunca habíamos sido amigos. Decir amigo significaba un grado de diferencia, franqueza y valentía, que nuestra relación nunca tuvo y nunca estuvo dispuesta a soportar. Hasta esa noche, yo siempre fui un zalamero que vio en Ernesto un espejo para reflejarse. Nunca quise ser consciente de las diferencias que nos separaban, sino que traté de eliminarlas forzadamente. A mí nunca me gustó la Ópera ni me cayó bien su mujer. Ambos me parecían signos de un esnobismo y un arribismo económico, intelectual y moral. Mi interés era agradarlo, para que el ideal de Ernesto nunca se rompiera. Mi arrebato parresiástico de aquella noche, lleno de sinceridad y coraje, le mostró a Ernesto mi verdad sobre él, y me mostró mi propia verdad. El amigo es ese otro que apunta, consciente o inconscientemente, a la diferencia, la verdadera singularidad, que se haya en cada uno. He ahí una paradoja: la amistad es ese vínculo en el que un otro, diferente de mí, me hace ver mi propia diferencia, la auténtica alteridad que me habita. No se busca un amigo para reflejarse y asimilarse, sino para descolocarse y desmarcarse. Ernesto murió dos veces. Aquella noche aguardientera, en la que, con parrēsía, maté al amigo que únicamente vivió en mis deseos, y tres años después, cuando no pudo evitar la inexorable veracidad de la muerte.

 
 
 

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