Conocí a Leonardo el mismo día en el que mi hermano abandonó para siempre la casa. Era un día soleado y caluroso, que amenazaba con la típica lluvia de la tarde bogotana. Mi hermano había decidido renunciar a la vida cómoda que tenía: al plato de sopa, a la cama tendida y a la ducha de agua caliente. Creía que esos eran simples atavíos de la vida aburguesada que nuestros padres nos habían construido; que era una ilusión, una apariencia, y que lo realmente importante era el camino espiritual, la hermenéutica del sí-mismo, seguir con el mandato délfico: “conócete a ti mismo”. En ese entonces, yo no entendía muy bien todo lo que decía; me parecía una retahíla de frases sin sentido, como si un místico, un chamán o un gurú estuviera interpretando las estrellas o leyendo los augurios. Ese día, mientras caminaba, entre contrariado por la decisión de mi hermano y aliviado por descansar de su discursillo espritualongo, me topé con “El Librovejero”, una librería donde vendían libros viejos, usados, muchas primeras ediciones, incunables y reliquias. Entré atraído por la magnética fuerza de lo antiguo. Siempre he sentido una curiosidad infinita por los efectos del paso del tiempo y del espacio en las cosas. Pensar, por ejemplo, que en un museo europeo existen papiros originales de las principales bibliotecas egipcias, griegas y romanas de la antigüedad, o que en una librería de Buenos Aires o de La Habana se pueden encontrar las primeras ediciones de Flaubert, Kafka o Dostoievski, en sus idiomas originales. ¿Cómo viaja un libro desde la estepa rusa hasta el caribe cubano? ¿Quién fue su primer lector? ¿Habrá disfrutado del libro? Leonardo Padilla era el librero de “El Librovejero”. Al entrar a la librería, me recibió con una amabilidad entrañable; una sonrisa que invitaba a buscar dentro del arrume de libros, que parecía infinito, lo que más llamara mi atención. Leonardo me contó que era librero desde hace 30 años, y que Gabriel García Márquez lo había bautizado así como su librería, “librovejero”, cuando por allá, en 1980, le había conseguido una primera edición de “Pedro Páramo”, bajo el sello del Fondo de Cultura Económica. Padilla no era una persona presumida ni tacaña con los inmensos mundos que había conocido en los libros; al revés, era un hombre generoso y gentil, al que cualquiera podía acudir en cualquier momento para pedir una recomendación de una obra de teatro, una novela o la reseña poeta norteamericano, japonés o malayo. Leonardo se transformó en mi nuevo presente. Después de la huida de mi hermano lo empecé a visitar casi a diario. Su personalidad y su carácter le daban una tranquilidad a mi espíritu, y a la vez consolaban el duelo que sentía por la ausencia de Dharmadeva -así dijo mi hermano, cuando partió, que quería llamarse-.
Un día, en una visita al “librovejero”, le dije que estaba cansado de los libros, de la literatura, del arte. Que qué sentido tenían todas esas páginas escritas, todas esas ocurrencias estéticas, metafísicas y éticas que se plasmaban en el papel, si en últimas sólo somos materia, átomos reunidos que forman tejidos, tendones, venas y tripas. “La vida es física”, escribió Watanabe. Y tenía razón. ¿Acaso los griegos no obligaron a Sócrates a beber la cicuta por pensar y decir lo que pensaba? ¿Acaso Proust no había muerto sin reconocimiento alguno de su obra, pobre, expósito y olvidado? ¿Qué sentido tiene el mundo de las ideas? Mejor hubiera sido que tanto Sócrates como Proust se hubieran dedicado a ser agricultores, pescadores o herreros: la vida hubiera sido más benévola o menos trágica con ellos. “¿Por qué no expulsar el arte de la vida?”, le pregunté a Padilla cínicamente; “¿por qué no mejor dedicarse a la especulación del capital, a la programación de inteligencias artificiales o al emprendimiento empresarial?”. El librovejero, con caridad, decisión y misterio me respondió: “La discontinua continuidad de lo sagrado entre lo individual y lo colectivo; el piso abierto que emerge por la grieta de un horizonte de recuerdos, donde el arte que hace, que otorga y que recibe, es el que invita a pensar cómo la trama del vivir juntos se engendra en una experiencia de fractura que nos vincula con el otro. El arte y la literatura son expresiones sublimes que surgen desde los abismos insondables del espíritu a los que nunca nadie podrá llegar físicamente. Se trata de expresar lo inefable, de narrar lo imposible para que soñemos y tengamos espacios en los que podamos ser enteramente libres. Las tragedias -si es que lo son- que me cuentas de Sócrates y Proust -también de Mellville o Poe- no son sino confirmaciones de un apostolado artístico, en donde el dolor, la misera, la pobreza y la muerte se subliman en versos, páginas, letras y tinta. El arte no es «útil» en los términos económicos en los que te imaginas. El arte es útil para transfigurar la experiencia trágica en la que habitamos. Y no hablo de la tragedia como aquella escena triste, lamentable y desgraciada, sino una potente expresión vital y compleja, en la que se honra la experiencia de vivir. La tragedia es un espacio estético y metafísico en el que confluyen, discuerdan y se unen dos pulsiones vitales: lo aparente, definido y claro de la vida, por un lado, y la embriaguez, el exceso, el dolor y lo incierto de la existencia, por otro. Como decía Nietzsche, la tragedia se revela como "aquel fenómeno de que los dolores susciten placer, de el júbilo arranque al pecho sonidos atormentados. En la alegría más alta resuenan el grito de espanto o el lamento nostálgico de una pérdida insustituible". Por ejemplo, en tu caso, ¿cómo vives a pesar del dolor que sientes por la partida de tu hermano? Tienes angustia, temor, rabia, ira, nostalgia: ¿cómo haces para darle sentido a tantos afectos? El arte que está en todos estos libros te ha permitido sobrellevar tu duelo; has escogido venir a esta librería para afirmarte, comprenderte y atravesar la experiencia que estás viviendo”.
Leonardo Padilla, con esas frases enigmáticas, pero profundas, me regaló una de las lecciones más impactantes que he tenido. Leonardo es mi hermano que se fue, pero también es mi padre, mi mentor y todas aquellas figuras que uno busca para cuidar y ser cuidado, para amar y ser amado. A mi hermano nunca lo he vuelto a ver. Espero que su espíritu tenga el sosiego que buscaba, y que las estrellas y sus dioses lo estén acompañando. Su partida me enseñó el dolor de la ausencia, y Leonardo Padilla me enseñó la gracia de la presencia.
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